Tuve que morir un par de veces para aprender a valorar la
vida. No hablo de la muerte física, sino de la del espíritu al que matan situaciones crueles y mueres a paso lento,
aunque estés respirando.
Ya no soy aquel tallo tierno que nació entre el pedregal,
ahora soy un robusto tronco que ha crecido con las marcas del tiempo y de la
tierra, y distingo bien el delicado hilo
que define el punto entre la soberbia y el amor propio. Preservo mi
dignidad a ultranza, aunque pierda amigos en el camino, valiéndome de la única arma a mí
alcance para defenderme del desprecio. ¡Marcar límites! ¡Poner distancia!
Sin embargo, defiendo
el dialogo, pero si te van a matar, no sirve de nada. Así que,
ante la llegada de este invisible asesino, le doy el mismo trato: Me quedo en
casa, salgo lo imprescindible, me lavo las manos, llevo mascarilla y prescindo
de todo aquello que me haría feliz pero
que le facilitaría la caza de su presa y
no estoy por la labor de morir
definitivamente. ¡Para algo sirven las sienes plateadas!
Tal vez el Covid19 sea mi último viaje, o no; pero en el trayecto, voy a disfrutar con mis
seres queridos.
Foto: mis archivos
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