Nunca antes, había visto animalitos semejantes: “Jerbos o ardillas del desierto”, le dijeron que eran. Fue amor a primera vista, aunque él no sabía qué era eso, todavía. No lo pensó dos veces. Las compró con jaula y todo.
Y él disfrutaba, mientras ellas vivián felices en su casita circular. Los barrotes les permitía la entrada de luz y aire y ver el entorno al que no pertenecían, pero ellas tampoco lo sabían, habían nacido en cautividad. Una pareja de roedores marsupiales que hacían las delicias del niño encargado de cuidarlas, limpiarlas, alimentarlas y evitarles las corrientes de aire.
No tardaron en comprender que el mundo exterior tenía un gran atractivo y sobre todo una de ellas que se desencariñó de la otra. La ignoró por completo, como si no existiera. Solo buscaba el momento de correr por el salón.
La podre ardillita se puso mustia y no tardó en morir de dolor. Cuando el macho comprendió su error, era demasiado tarde. La vida los había unido y su egoísmo, separado.
Aunque el niño no había visto un animalito muerto, comprendió la partida de su preciada ardilla. Comenzó a ver la vida desde otro prisma, pero sus preguntas quedaron sin respuesta. Por lo menos la que él quería escuchar.
La parca se había cobrado la pieza inocente.