La ansiedad se le apoderaba y decidió dejar el lápiz sobre
el escritorio. Acompañada por su malestar, se fue a recorrer el monte de abetos y encinas; la hojarasca
cubría el camino en forma de un policromado manto
de rojos y ocres dorados. Inertes. Así lo veía ahora. Quizá por eso, no
había sido capaz de dibujar los primeros trazos del cuento que se suponía,
comenzaba en aquel maravilloso
sendero lleno de buenos recuerdos.
Su mente vacía, caminaba por la inercia de su cuerpo cansado
y sudoroso. Podía percibir cómo sus poros diluían la savia por su piel igual que la resina rebosada por
los troncos. Había perdido su néctar.
Lo tenía todo, y nada a la vez. Aquella vívida luz que le había guiado otrora, se había apagado. Fechas que se fueron…, otras por llegar y que
se irían igualmente sin equipaje, se habían convertido en la espada de Damocles
que no le dejaba pensar. No podría presentarse al certamen de “el premio Limón”,
que estaba próximo a celebrarse.
Tropezó en las raíces ocultas por la hojarasca y rodando, aterrizó a los pies de un conocido
nevero. « ¡Eureka! Te he encontrado. Tantas veces como he venido a buscarte y
había pasado de largo, por lo que veo» —pensaba mientras se sacudía la tierra, hojas y ramas que habían penetrado hasta su fina lencería.
Atónito por el hallazgo,
entró en la reconstruida cavidad, que en otros tiempos había albergado la nieve
suficiente para conservar los alimentos y medicinas de condes y reyes… Se sentó al amor de una raya de sol entrante y el tiempo no tuvo medida.
Cuando regresó encontró el folio maculado por dos círculos bordeados de un relieve reseco
y salado, que llenaban todo el espacio que ya no estaba en blanco; y que le contaba la historia que de sus ojos había caído, marcando la nívea ágora que recogía nuevo relato.