A la velocidad
de la luz, llegaron a nuestro planeta, miles de partículas de polvo entre las
que se escondían las Bacillus subtilis en plena
esporulación.
Las esporas gemelas
se dejaron llevar por un suave
viento que las depositaría en el lugar idóneo para
su desarrollo y eligieron la bandeja de plata que llevaba la cabeza de
Juan, para quedarse a la espera.
La intuición de
Salomé le advirtió que algo raro se fraguaba con aquella cabeza y
decidió enterrarla.
Después de dos
mil años, tras arduas excavaciones, las
células sexuales llegaron a buen puerto.
La fantasía hizo
el resto.
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