Llegó aturdida, pasó de puntillas entre nubes y claros, sin
hacer ruido, ocultando su luz cuanto pudo. La tierra, tenaz, había germinado a
pesar del hostil ambiente, brotaron sus
frutos y perfumaron la atmosfera. Se fue la primavera.
Llega el verano con su luminosidad, titilante todavía, y pide permiso para cruzar la puerta abierta hacia una nueva realidad. La
temperatura, según avanzan las horas, acelera su ascenso, el sol irradia encanto
sobre la ciudad. Todos hemos esperado ansiosos para estrenarlo.
Tenemos miedo de que nuestra agua se pierda en los giros de
una noria que no tiene visos de parar. Y
distraemos el desasosiego con las
pequeñas cosas que suceden en nuestro entorno.
Crece la afluencia de gente, todos con sus mascarillas puestas. Es una absurda estampa,
increíble y distópica, y a su vez, nos asombramos
de la facilidad con que aceptamos lo conveniente y le encontramos otras
ventajas.
Llevar la mascarilla puesta (no en el codo o en el cuello),
resulta hasta un aliciente para cuando llegas al parque, o al monte y la
retiras un instante. El entorno toma otra dimensión, se distinguen
perfectamente las fragancias que exhalan los diferentes verdes, mezclados con
las silvestres. ¿Lo has probado?
Fotos: mis archivos
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