El día llegó oscuro y con malos
humos. Un trueno nos recordó que estamos confinados y nuestra hora de salida se
había alejado con su propia impaciencia. Caía una tupida cortina de agua ocultando los rayos del sol, que se empeñaba
en no irse. Al cabo de un rato él pudo con las nubes, pero éstas no se
amilanaron, y sostuvieron todo el tiempo una singular batalla, solo para saber,
quién era más fuerte.
La lluvia dispersó a la gente que
le tiene más miedo que al covid19 y las calles, tras un lapsus de tiempo,
quedaron vacías.
Sigue siendo la naturaleza más
solidaria que nosotros. Y eso que lo llevamos en nuestro ADN, desde tiempos inmemoriales.
La antropóloga Margaret Mead
(1901-1978) decía que el primer signo de civilización encontrado fue un fémur fracturado y sanado. Es
evidente que alguien había socorrido al herido, lo había
alimentado y protegido. Al contario de los animales, que mueren sin remedio, por hambre, sed o en las fauces de otro animal, si no pueden caminar.
La solidaridad es nuestro signo de
identidad, solo que, inmersos en una sociedad tan consumista, la hemos relegado al rincón más
profundo de nuestro ser.
Otro domingo de confinamiento ha
pasado. A ver qué escenario nos depara las circunstancias de la fase uno que
estrenamos.
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