Estamos aprendiendo a abrir la ventana y ver la madrugada que se acerca en silencio, desprovista del ruido y la contaminación que antes llevaba. Y nos está gustando. Y asimilamos que ya no tenemos que salir a la calle con cualquier pretexto y que lo que nos parecía importante e imprescindible, ya no lo es tanto.
El mundo se ha parado y aunque lo queramos empujar para que ruede, ya no
lo hará con la misma velocidad con que
lo hacía y también lo aceptamos como una normalidad que nos llevará a un tipo
de vida más sosegado, sin tanto subterfugio, sin tanto ruido, sin tanta mentira.
Nosotros que soportamos el encierro inesperado y la ausencia de abrazos, nos vemos aliviados
con las miradas que desde la distancia nos prodigan sonrisas y ternuras desconocidas. Con la comunicación de los aplausos hemos
aprendido a entregar nuestra solidaridad
que llega cálida y plausible en las alas de la esperanza a cuantos la
necesitan.
Iríamos aceptando esta inaudita realidad hasta con alegría si no fuera
por las sombras que proyectan las nubes de la discordia que produce la lucha
intestina de todos cuantos dicen estar al frente de la situación y con falsas
palabras nos inducen a enojosas confrontaciones. Vociferan nuestra obligación y la suya, como siempre, se queda en el socorrido cajón de
sastre. Si los polvos de otros tiempos trajeron estos lodos, no quiero saber
qué barros les llegarán a cubrir.
Frida Kahlo dejó dicho: «no quiero palabras, quiero hechos. Si quiero
palabras, me leo un libro»
Y, nosotros la secundamos y en más de un libro nos refugiamos. Y seguiremos aplaudiendo en los balcones con
un motivo más. El de espantar tanta barbaridad.
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