Habíamos
llegado a un acuerdo. Yo no hurgaría su
comida y ella no pondría bromuro en la mía.
Pero el aroma que salía de la cocina era tan intenso, que no
pude dominar mi curiosidad, ni con un severo ejercicio de introspección.
¡Qué guiso tan exquisito, había preparado! El deseo
me carcomía los huesos, pero mientras no se fuera, sería imposible alcanzarlo. Me quedé
aletargado, casi dormido. Entonces salió.
Creyendo que
se había tragado mi engaño,
me abalancé sobre la comida.
En un
principio creí alcanzar la gloria, después me vi a mi mismo volando hacia la eternidad.
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