En mi mano, la garrapiñada trepida de emoción. No tardará en navegar, envuelta en la estela salada que la irá derritiendo hasta descubrir la almendra que oculta. Ella sabe si es amarga o dulce, y no ve el momento para darme la sorpresa.
Una pátina de azúcar
caramelizada la cubre y bien, te puede alegrar o entristecer la vida. Como aquel
que se te acerca trayendo dos caras.
Se trata de la semilla del
almendruco bañada en almíbar a fuego lento hasta que se convierte en un
caramelo abombado. Mientras lo desprendes, lentamente, hasta que aparece el
carnoso fruto, el cielo del paladar tiembla de gusto.
Pero a veces, almendras cuyo destino y uso es diferente, envidiosas de esta suerte, se cuelan en la elaboración. Se muestran tan
ufanas y atrayentes como las auténticas, como aquellos que te dicen esto o
aquello y luego, aseguran lo contrario. Te sientes frustrado.
Se rompió, no se sabe cómo, el último frasco que cada año
llegaba a mi casa. La garrapiñada en mi palma, la última también.
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Fotos: mis archivos y Google
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