Aderezado con mucho desconcierto, condimentado con
grandes dosis de sinrazón, el bullicio le acribillaba la cabeza, lo estaba
volviendo loco. Cerró las ventanas, y dando un portazo, sin decir ni adiós, se fue al Wadi Rum.
Mares de arena roja. Le traían tantos y tan dulces recuerdos
que se envolvió en una nube de paz, y descalzo, comenzó a caminar.
Sin rumbo, a paso lento, no tenía prisa. A lo lejos, el horizonte le deba
la bien venida y eso le calmó… Caminó y descansó…, y continuó caminando con tal
sigilo que, ni sus pisadas se dejaban oír.
La soledad, con nombre de mujer, era la mejor compañía
para disfrutar de la quietud, del vacío, de la nada. Pero, poco a poco empezó a
pesarle el calor. Las reservas de pan y agua se agotaban y avanzó
en busca de un oasis.
Seguía sin alcanzar el refugio y abrió una ventana en el
desierto. La brisa fresca que le pegaba en la cara, traía aromas de
flores y de verdes…, se abstrajo por el breve instante
que tardó en llegar el ruido, in crescendo que se filtraba con el aire,
empujando al silencio y llenando el espacio de voces, gritos, golpes… y motores
que sin escrúpulos rugían entre risas y palabras.
Luchó con denuedo para cerrar la lumbrera y
estaba a punto de conseguirlo cuando se alzó una voz llamándolo para que bajara
a desayunar.
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Fotos: Google
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