Aun cuanto
pudiera parecer, no fue un regalo envenenado, sino una imprudencia, un disparate propiciado por
la fiebre y el fervor de las bajas pasiones incontenidas que tenía el Abejaruco
y que una viuda negra, codiciosa e insaciable, supo aprovechar. Tejió su red y
esperó a que cayera para inyectarle su ponzoña. Así era la Tarántula, la
receptora de los obsequios.
El volador
incauto no supo resistir los sutiles
hechizos, ni los aromas que desplegaba con su danza de los siete velos.
Encumbrado en
tantas, y tan brillantes piruetas, cayó en
su tupida tela de la que no supo, o no quiso desprenderse. Tal era su
inmunidad.
Y le dio el oro
y el moro, y la arácnida recibió el tesoro
con las manos abiertas y guardó sus cédulas y pidió más, y cuando las
arcas se cerraron amenazó con mostrarse sin sus velos…, que no todo iba a ser
bailes y chanzas.
En el momento
oportuno ha esgrimido su latente aguijón, como empuña la varita magina la bruja
malvada, y convierte al país, en uno encantado, donde por ciencia infusa, en
algunos casos, juzga y condena sin juicio previo, y en otros, tolera y calla.
Y el
Abejaruco, sin la juventud de sus alas, piensa que, si esto le ocurre a él, qué
no les ocurrirá a todos los Chupópteros, lideres tóxicos, que están
viviendo en el confort que no se han ganado, sino que es el producto del
esfuerzo y sacrificio de todo un Estado.
La
música fluye entre sus pensamientos y se aferra a la
voz prodigiosa de Ana Belén, mientras canta su canción
favorita.
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Fotos: mis archivos y Google
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