¿ A dónde vas Cándida, tan alegre y airosa. Tan despreocupada de ese
virus que circula contagiando a
todos por la ciudad?
—¡Vamos, niña! ¿Vas a venirme con monsergas, tu
que me conoces? ¿A mí, que viví la guerra y la posguerra, y todas
las calamidades que siguieron? Yo ya he vivido mi propia cuarentena, ¡inmunizada
estoy de virus y contravirus!
—Pero, Cándida, que ésta guerra es otra. Que no
luchamos hermanos contra hermanos, sino que nos hemos unido haciendo una piña
para luchar contra algo desconocido.
Mejor vuelva a casa, por favor…
—¡Señora Cándida! ¿Qué hace por la calle?
¡Vuelva a casa de inmediato! No quisiera llamar a sus hijos, por favor, ¡corre
un gran peligro!
—¡Otro que tal baila! Pero, ¿me vais a dejar en paz? Ya soy
mayorcita y conozco los riesgos y los asumo. Deja a mis hijos en paz. Ellos
están confinados, pero a mí no hay quien me obligue, tengo mis derechos…
Y continuó Cándida cliqueando sus tacones,
altiva y aseñorada en su abrigo de paño negro, pañuelo de vivos colores que
resaltaban con el rojo de sus labios,
bolsito negro con remaches dorados ceñido a su brazo, tarareando una alegre
canción.
—¡Cándida!, ¿me oyes?... Te cojo de la mano, apriétala si me sientes…
—¡Claro que te oigo! ¿Dónde estoy? No te veo la cara. ¿Quién eres?
—Estás en
la UCI, no estás sola. Te acompañan los tres que se han contagiado contigo y yo,
que os cuido a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario