Vamos, ufanos, por el camino del no saber, y entramos como el burro a la zanahoria, afianzados en nuestra zona de confort.
Entendíamos que la ley
del mínimo esfuerzo se utilizaba para realizar mejor cualquier trabajo,
empleando la sinergia y el orden. Pero poco a poco, terminamos por difuminar esa
máxima, y la empleamos para aferrarnos a la comodidad, aunque en ese esfuerzo perdiéramos la
perspectiva de alcanzar calidad en los proyectos.
Cualquier sentencia se convierte en una coletilla que de tanto oírla pierde el principal sentido. Nos comportamos como bebés a los que nutren con alimentos triturados. Ellos no pueden comerlos enteros, pero nosotros si tenemos entendimiento para conducirnos sin guía. ¿Por qué nos tienen que dar todo hecho? ¿Para evitarnos el gran trabajo de pensar?
¿No se nos ocurre sin
ayuda que, si tenemos que guardar metro y medio de distancia, no podemos
saludarnos con el codo? O que, ¿Si estornudamos directamente al brazo, con el
contacto, podemos contagiar? Tal vez se me ha escapado la información y es que
el virus sabe que la articulación representa una barrera infranqueable.
Inmersos, doctores y políticos (del mundo entero, incluida la OMS), en medio
de tantas indicaciones y
contraindicaciones, no alcanzan a
comprobar cómo los ciudadanos de a pie están que echan humo.
Y, para más inri,
es nuestra zanahoria tan invisible como el Covid-19.
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