Venían de la calle (del desierto de asfalto y hormigón, transitado por mudos enmascarados), unos quejidos lastimeros que pedían que no lo abandonaran. Aparcado al lado de un banco, solo, en medio de una vorágine de transeúntes, que parecían gigantes escapados de las ciénagas de un bosque. Esperaba.
Surgió una voz que
conocía, y pareció tranquilizarlo, pero enseguida continuó con su cantinela. La
mujer, desoyendo sus llantos, siguió con sus proyectos.
Uno de los energúmenos de gris y feroz aspecto, le hizo una caricia, y empezó a perder el miedo. Otro, le sonrió al pasar. Al cabo de un rato fue simpatizando con los gigantones.
Un gigantito, que se relamía de gusto, comenzó a jugar con él. A la más breve indicación, siguió a su coleta rizada. Aquel gigante en miniatura apuntaba maneras, prometía darle juego y se vio en el pódium dorado.
Cuando llegaron a la choza, a la gigantona se le redondearon sus golosos ojazos. Agarró al chucho por las orejas como si fuera un conejo, lo noqueó y lo echó a la perola.
«¡Que, ya lo decía mi
abuelo!: «más vale malo conocido, que bueno por conocer».
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Fotos: mis archivos
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