Amanece cada día un poquito antes y encuentra la ciudad abierta para
rellenar tanto espacio vacío, en silencio.
Antes de las siete llegan los camiones
que suministran a los supermercados.
Furgonetas con material farmacéutico
empiezan su reparto.
La brigada de mantenimiento continúa la limpieza extraordinaria de calles y
aceras.
El personal sanitario se dirige a los centros para cambiar el turno a sus
compañeros.
Las fuerzas del orden siguen rondando las calles, manteniendo el orden y la
seguridad.
Los trabajadores de las empresas de servicios esenciales, madrugan para
cumplir con el servicio encomendado…etc.,
Y el resto, permanecemos en casa, porque ese es nuestro cometido.
Los unos trabajamos en la contención y los otros para que no nos falte de
nada.
Un conjunto de fuerzas que, estoicamente intenta ayudar a la comunidad para
detener al intruso que ha llegado en silencio y con el mismo ruido intenta
destruirnos.
Enseguida aparecerán los deambulantes,
con cara torcedera y sonrisa maliciosa. Esos díscolos infames que rebuznan sin parar y cocean a
diestro y siniestro (Con perdón de los equinos). Seres inmaduros que no saben cuál
es su sitio y consideran que todo el espacio es suyo…todo el rato. Desalmados
que perturban la sociedad, sin escrúpulos,
ni miramiento.
Y es que, aunque intentamos alejarnos del ruido, cuando vemos a los peludos
rebuznantes, crece nuestra indignación, sin poder evitarlo.
Conscientes del perjuicio que ocasiona dejar nuestra ira suelta, terminamos
por pensar que estos parásitos forman parte del escenario de un gran circo
donde hay buenos profesionales y también alberga a estos animalejos que no dan más de sí. ¡Criaturas de Dios!
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