Con la inocencia de un niño emprendió la
tarea de levantar puentes de amistad
entre sus vecinos: seres distintos que
no lograban comunicarse, ni vivir en paz. Su esposa le entendía y le ayudaba.
Cuando se quedó sin su energía, mantuvo la
esperanza de que, en un tiempo no demasiado lejano, alguien completaría su
empeño.
Al atardecer de cada cumpleaños, aunque ya no veía, sentía, feliz, el aroma de las
flores silvestres que su amada le traía cada año como regalo.
Si, estaba seguro; volvería su amada y terminarían de abatir los muros de incomunicación que los rodeaban.
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