"Los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra".

James Russell Lowell (1819- 1891),

poeta y crítico estadounidense





miércoles, 29 de abril de 2015

LA MALDICIÓN




— «Pájaro seas y en mano de niño vivas» -dijo la mujer calé
    Era adolescente cuando escuchó esas palabras. De la boca de una cíngara salieron con la mala saña, con la que fue capaz de pronunciarlas,  por negarle un pedazo de pan que él guardaba celosamente para comérselo con su hermano.
    Las ignoró, no pensó ni un segundo en ellas. Siguió su camino y al llegar a casa, a la vera de la descascarillada mesa, los dos hermanos engulleron el pan duro que le habían dado al pasar por el viejo bar  donde a menudo había ido  a buscar a su padre.
    Creció,  y desarrolló su vida según sus cualidades y  las congruencias que halló en el camino. No fueron pocos los problemas por los que pasó. Moldearon su personalidad y modo de ser, como  pasados por  el mejor crisol.
    Se consideraba amado por su familia, por la que   igual que por su hermano, daba su corazón  sin reservas. Luchó duro pasando por diversos oficios y desiguales empresas. Mejoró su hogar más allá de lo que habían hecho sus padres. Sus hijos aprendieron y se formaron de forma precisa “para que no paséis por donde yo he pasado”  -decía.
    Ya en la madurez comenzó a realizar uno de sus mayores sueños. ¡Viajar!  Y sin prisa pero sin pausa comenzó a conocer su país  y los países de Europa más cercanos, “aquellos a  donde pudiera ir andando” –indicaba.
    Así, llegó a Sevilla. En la plaza principal, una sorpresa le aguardaba. Allí halló a una gitana que se ganaba la vida leyendo las manos de los viajeros, (echando la buena ventura).  Nada más verla, la reconoció. La había olvidado, nunca pensó en ella, pero, aquellos ojos avispados y llenos de vida se le habían clavado en su memoria. Se cruzaros sus miradas y volvió a recordar sus palabras.
     — «Pájaro seas y en mano de niño vivas»
             ¿Se acordaría ella de la imprecación con la que le maldijo años ha? No. Demasiada gente y muchas manos habían pasado por las suyas, y no era posible que se acordara. Pero él, -a pesar de no haberla ni siquiera considerado- le llegó a su memoria como una ráfaga de aire fresco. Le pareció su figura, vivaracha, menuda y alegre. Ya no parecía paupérrima y famélica. Ni mucho menos desesperada. Reflejaba una armonía duradera en la profundidad de sus oscuros ojos. Al escuchar cómo hablaba a sus parroquianos, comprobó que no los maldecía, sino que les predecía buenos augurios. Daba felicidad a las masas que la escuchaban a cambio de unas monedas.
                Y, ahora, pensando en su pasado, comprendió que, de alguna manera, se habían realizado los deseos exasperados de aquella mujer. De forma inesperada, se consideró perseguido por sus ideologías, y recordó los sucesos por los que había pasado a lo largo de su vida. Si, recordó los años de dura faena, de cambios de empresas y dispares oficios que llegó a emprender, sufriendo a los ambiciosos empresarios que oprimían a los obreros, a cambio de míseros salarios. Si, ella lo adivinó, y por primera vez se afligió como un pajarillo en manos de un caprichoso chiquillo. Oprimido y moribundo.
            —¿Adónde vas, foráneo? –escuchó su voz melodiosa.
            —Acabo de percibir que su maldición hizo mella en mí y quiero cambiarla.
        —Nada impide que salgas del pozo de la sumisión. Ahora posees un periodo sosegado, después de las penurias sufridas. La esposa descansa en paz, los hijos han volado a sus nidos. ¿Qué frena que avances hacia un lugar mejor?
            —Me falla el coraje para reiniciar algo nuevo. No sé cómo hacerlo.
            —Solo, ¡desealo!, y lo conseguirás, igual que ocurrió en el pasado.
            —¿Cómo lo sabes?
          —Soy adivina, y muy buena. Deseas mi paz y yo no puedo proveerla, solo uno mismo puede conseguirla. Sigue el camino guiado por las emociones y deseos propios, nunca por los ajenos. Llegarás al final de los días inmerso en una aureola de felicidad como no lo imaginas.
            —No poseo un mendrugo de pan pero puedo ofrecerle…
           —No me des nada. Debo agradecer que hace años no me lo dieras. Aquella hambre quejosa me condujo al hado de mi riqueza.
         Conmocionado, creyó en sus palabras y marchó buscando un nuevo espacio que imaginó era del color del arco iris y se confirió de lleno a su ocaso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario