Pegaso
se perdió entre las constelaciones al ritmo de la carrera. Se olvidó de la dama Casiopea, quien lo había elegido de entre todos los caballos del hipódromo. Dioses de barro y agua se reflejaban en sus pupilas,
apagando su propia luz y llegó sudoroso y derrotado.
Se
postró a sus pies, lamió su vestido y le suplicó clemencia. Casiopea lo miró con regocijo y se desprendió
de su disfraz. Pegaso, admirado y
perplejo, se aproximaba y se alejaba
intentando comprender.

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