La enredadera encontró un lugar al amparo del amusgado árbol que crecía
torcido, pagando quizá por una culpa
olvidada. Acoplado al montículo, en pos de la luz.
Buscaba un medio de vida aquella plantita, que sinuosa, se
desarrollaba bajo el tronco, aunque él
temiera su invasión.
Fue el viento quien la
arrancó de entre su especie, y muy ufana ofreció una simbiosis auténtica:
«Tú me ayudas, yo te ayudo», adoptó el color del tronco y se produjo el milagro.
En mi retina quedó grabada la imagen perfecta. Ambos
alegraron su existencia, con la sonrisa como compañera de viaje.
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