Nunca antes, había visto animalitos semejantes: “Jerbos o ardillas del desierto”, le dijeron que eran. Fue amor a primera vista, aunque él no sabía qué era eso, todavía. No lo pensó dos veces. Las compró con jaula y todo.
Y él disfrutaba, mientras ellas vivián felices en su casita circular. Los barrotes les permitía la entrada de luz y aire y ver el entorno al que no pertenecían, pero ellas tampoco lo sabían, habían nacido en cautividad. Una pareja de roedores marsupiales que hacían las delicias del niño encargado de cuidarlas, limpiarlas, alimentarlas y evitarles las corrientes de aire.
¡Cómo disfrutaban ellas! Con sus manitas sujetaban las pipas, y con una especial habilidad, las mordían todo alrededor hasta que las abrían por la mitad, para comerse el fruto. La zanahoria, la lechuga, todo les gustaba. Incansables recorrían la jaula con sus graciosas piruetas. La música las chiflaba y provocaba en ellas, un incansable zapateado de sus plantares.El chiquillo se sintió héroe en lo que consideraba un rescate de la fría tienda, para trasladarlas a una cálida casa llena de amor. Era feliz, sobre todo por las noches cuando las sacaba por el salón, donde ellas corrían, se escondían entre los muebles, y así fueron conociendo un hábitat distinto al de la jaula.No tardaron en comprender que el mundo exterior tenía un gran atractivo y sobre todo una de ellas que se desencariñó de la otra. La ignoró por completo, como si no existiera. Solo buscaba el momento de correr por el salón.
La podre ardillita se puso mustia y no tardó en morir de dolor. Cuando el macho comprendió su error, era demasiado tarde. La vida los había unido y su egoísmo, separado.Aunque el niño no había visto un animalito muerto, comprendió la partida de su preciada ardilla. Comenzó a ver la vida desde otro prisma, pero sus preguntas quedaron sin respuesta. Por lo menos la que él quería escuchar.
La parca se había cobrado la pieza inocente.